Mi primer juguete erótico funcionaba con una sola pila y tenía una forma supuestamente diseñada para estimular la zona G, aunque nunca lo utilicé con ese propósito. De no haber usado nunca nada más que mis dedos y el chorro del agua de la ducha de vez en cuando pasé a un objeto que hacía todo el esfuerzo por mí y vibraba sobre mi clítoris, así que no necesitaba mucho más para ver las estrellas.
Me quedé tan maravillada que comencé a interesarme por la juguetería erótica. Ahora sé que un vibrador de plástico de quince euros que funciona a pilas puede parecer prometedor, pero no va a ser el juguete de tu vida, pero entonces no lo sabía. Eso lo descubriría después, en Copenhague, cuando sostuviera por primera vez la wand original.
No la compré en ese momento porque todavía era estudiante y preferí tener dónde dormir aquella noche a masturbarme en cualquier baño público. En su lugar, caí de nuevo y me hice con una réplica low cost que me tuvo entretenida unos meses, pero también resultó ser un flechazo y nada más. Un día necesitaba más potencia, y aquella copia barata no iba a dármela. Aun así, seguí explorando y desde hace años comulgo con la idea de que más vale un juguete bueno que varios malos.
Por esta historia, las wand siempre me han despertado una sensación de misticismo y mucha mucha curiosidad. Porque prometen potencia, vigor, fuerza… es como si presumieran de ello. Y yo las miro con el ceño fruncido y con cierto escepticismo, como diciendo “a ver si es verdad”.
En pleno momento de auge en lo que a juguetería erótica se refiere y con una industria supercompetitiva, la empresa alemana Fun Factory se propuso reinventar y mejorar este clásico juguete erótico. Porque ¿quién no ha oído hablar de las wands? Anótate esta: se llama Vim, pero perfectamente podría haberse llamado Voom 💣.
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